Los japoneses que tan filosóficamente se toman algunos aspectos vitales, tienen una técnica de restauración cerámica que implica la reparación de la fractura, grieta o rotura de la pieza, con resina de oro. Una forma de darle a la cicatriz, la importancia que tiene en el aprendizaje de la vida.
Metafóricamente, la pieza somos nosotros. Las fracturas, heridas provocadas por el transcurrir de la vida que se encarga de herirnos, a veces, incluso de rompernos.
El Kintsugi nos habla del momento de la reconstrucción de uno mismo, de cicatrizar de tanta herida para volver a enfrentarnos al mundo como decía Benedetti “rotos pero enteros”.
Esta técnica es una bellísima metáfora de la vida, dar importancia a la cicatriz, volver relevante la forma en que nos restauramos para volver a ponernos en pie.
Nos muestra la historia del objeto, donde esas cicatrices son protagonistas, golpes de la vida que dejaron huella y lo hacen más bello y más sabio. Plantea la belleza de la cicatriz como la arruga del viejo, huellas de una vida. La cicatriz pasa a ser memoria, nos habla de la historia y de la transformación, nos enseña la belleza de la superación.
El objeto roto, reparado, visualmente bello, imitable a nivel personal y social. Nos dice que valoremos nuestras cicatrices por todo lo que aprendimos de ellas, que nos quedemos con el aprendizaje y no con el sufrimiento de la fractura.
Decía Hemingway que “El mundo nos rompe a todos, y luego algunos se hacen más fuertes en las partes rotas.”
Tal vez sea hora de aplicar las enseñanzas indirectas de una técnica de restauración cerámica y tratar nuestros fracturas personales con resina de oro, destacarlas, para mostrarlas con orgullo, como lo que son, la prueba de que hemos vivido. La memoria de todo lo que superamos.